Lo que se cristaliza y luego revienta (espejismo)
¡Ay del que se enamora hasta en un desierto!
– Manolo García.
A veces, las
revelaciones de la naturaleza
son sólo
espejismos.
Si la
temperatura es la adecuada,
si la
perspectiva lo necesariamente incorrecta.
Viene la
aparición.
Se puede
incluso tocarla.
Se puede
sentir su lengua,
besar su
cuello.
Se pueden
hacer poemas a su nombre.
Ese nombre.
Se pueden
imaginar escenarios poligonales;
triángulos
felices,
hexágonos
estables.
Relaciones
duales.
Pero la
diferencia entre un espejismo y lo real
se establece
en las fronteras del tiempo,
del espacio;
en las notas
de una agenda
o en el
dispositivo más vulgar.
Y aquella
cosa delicada;
aquel
vértice de las dulzuras.
Aquella
pompa de jabón
(aquella
criatura de arsénico).
Es, sí, de
genética tóxica.
Es el
resultado de una intoxicación.
Es un
duplicado de la nada;
un oxímoron
idiota.
Una canción
de Arjona.
Un objeto
perdido de la cuarta dimensión.
Exponerse a
tal fenómeno, claro, es peligroso.
Favorece a
la ira,
desencadena
la ironía más insana,
hace
florecer la procacidad del lenguaje.
Todo
espejismo es inflamable.
Una de las
principales características de un espejismo,
se ha
demostrado,
es que,
justo cuando
se ha asumido su imposibilidad de cristalización:
Revienta.
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